1 OCTUBRE, 2020
Julio Frenk • Octavio Gómez
Dantés
La pandemia de covid-19 en México
aún no está bajo control porque el gobierno al principio actuó como si su
presencia fuera un asunto menor y después ha tomado una serie de malas
decisiones que no han hecho más que complicar la situación. A esto se suman las
consecuencias del desmantelamiento del sistema de salud. Julio Frenk y Octavio
Gómez Dantés hacen la crónica detallada de esta crisis que sigue sumando
muertes.
México es el cuarto país con más
muertes por covid-19 en el mundo, sólo superado por Estados Unidos, Brasil y la
India. Es el octavo país con mayor número de casos de esta enfermedad y casi
20 % corresponden a trabajadores de la salud, el porcentaje más alto del mundo.
Aun sin tomar en cuenta el elevado grado de subregistro, los casos y muertes
siguen en ascenso. De acuerdo con el más reciente análisis del Instituto para
la Medición y las Evaluaciones en Salud —fuente de las proyecciones más
utilizadas en el mundo—, de seguir la tendencia actual, para enero de 2021 se
habrán producido en México entre 130 000 y 157 000 decesos por covid-19,
dependiendo de las políticas en torno al uso de cubrebocas y el grado de
movilidad de las personas. Aun en el mejor escenario, se anticipa que para
finales de año el covid-19 será la primera causa de muerte en el país, por
encima de las causas más comunes, como los problemas cardiovasculares, la
diabetes, el cáncer y, desde luego, la violencia. Esto representa un dramático
retroceso, pues hace por lo menos 30 años que una enfermedad infecciosa no se
ubica dentro de las cinco principales causas de muerte y 45 años desde que una
enfermedad de este tipo no encabeza la lista.
Esta dramática situación no es
producto de la naturaleza, que se ensañó con nuestro país, sino resultado de
malas decisiones en el manejo de una pandemia que de haberse enfrentado de
manera oportuna, inteligente y agresiva ya estaría bajo control. Hay varios
ejemplos de países con niveles de desarrollo similares al nuestro o incluso
menos desarrollados que ya lograron controlar esta contingencia, como Camboya,
Sri Lanka, Tailandia y Uruguay. Hay países en vías de desarrollo con una
población parecida o mayor a la nuestra que están en mucho mejor situación y
que cuentan sus muertes en miles y no en decenas de miles, como Bangladés (4281
muertes por covid-19), Egipto (5421) y Filipinas (3558). Incluso el argumento
de que la alta prevalencia de diabetes en México explica el elevado número de
muertes por covid-19 se viene abajo cuando nos comparamos con Pakistán, uno de
los países más pobres del mundo. México, con una población de 128 millones de habitantes
y una prevalencia de diabetes mellitus en adultos de 13.5 %, presentaba, a
finales de agosto, 65 000 muertes por covid-19, mientras que Pakistán, con una
población de 220 millones de habitantes y una prevalencia de diabetes mellitus
en adultos de 19.9%, sólo contabilizaba 6294 decesos por esta causa, diez veces
menos que nuestro país.
El pobre desempeño de México en
la lucha contra la pandemia de covid-19 se vio agravado por una torpe
restructuración del sistema de salud que tendrá enormes consecuencias negativas
en la salud y la protección financiera de la población mexicana.
El primer caso de covid-19 en
México se diagnosticó el 28 de febrero. Unos días antes, China había anunciado
que atravesaba por la emergencia sanitaria más importante de los últimos
cincuenta años, Corea se había declarado en alerta máxima, Estados Unidos había
prohibido la entrada a su territorio a cualquier extranjero que hubiera estado
en China en las semanas previas y el gobierno de Italia había puesto en
cuarentena a varias ciudades del norte del país. En más de treinta países ya se
habían identificado casos de la nueva enfermedad y la Organización Mundial de
la Salud (OMS) había anunciado que los brotes de coronavirus muy posiblemente
se convertirían en una pandemia.
pesar de esta alarmante información, el
gobierno mexicano optó por trivializar la presencia de la infección en el país,
lo que en los hechos significó desechar la estrategia de contención que tan
buenos frutos habría de generar en países como Corea del Sur y Nueva Zelanda.
Las autoridades de salud afirmaron, erróneamente, que el arribo del virus a
México no representaba un peligro porque la letalidad de la nueva infección era
mucho menor que la de la influenza estacional. “Seguirán los abrazos y el contacto
con la gente”, concluyó el presidente en su conferencia matutina del 29 de
febrero.
El 9 de marzo las autoridades de
Italia pusieron en cuarentena a todo el país y Francia prohibió las
concentraciones de más de mil personas. Tres días después la OMS anunció que se
había alcanzado el nivel de pandemia. Estados Unidos canceló sus vuelos a
Europa. Los índices bursátiles, las divisas y el precio del crudo se
colapsaron.
“En medio de esa convulsión”,
señaló Héctor Aguilar Camín, “el gobierno de México [fue] el adalid de la
serenidad: se aprestó fundamentalmente a no hacer nada”. No se suspendieron las
giras presidenciales ni los partidos de futbol ni los conciertos. Los bares y
centros noctur-nos siguieron abiertos. Las autoridades federales de salud consideraron
innecesario organizar una agresiva campaña de información, un extenso operativo
de detección y aislamiento de casos, y un llamado al “distanciamiento social”,
como lo recomendaba enfáticamente la OMS. El gobierno de Ciudad de México
decidió no cancelar los eventos masivos de alto impacto económico, como Vive
Latino, que reunió durante dos días consecutivos y en estrecho contacto a
70 000 jóvenes en el Foro Sol. También guardó silencio sobre el éxodo de
cientos de miles de habitantes de la capital del país a las zonas turísticas el
fin de semana del 13 al 16 de marzo. Acapulco e Ixtapa/Zihuatanejo registraron
esos días una ocupación hotelera de más de 90 %.
El 14 de marzo había en México
casi cincuenta casos confirmados de covid-19. Se anticipaba ya el ingreso a la
“fase de dispersión comunitaria”. El gobierno anunció el adelanto de las
vacaciones de Semana Santa y la cancelación de los eventos con más de 5000
asistentes. Parecía el inicio de una nueva estrategia de combate a la pandemia.
Al día siguiente, sin embargo, el presidente apareció en dos eventos masivos en
Xochistlahuaca y Cuajinicuilapa, Guerrero, repartiendo saludos de mano y besos
a gente del pueblo y frivolizando de nuevo la contingencia: “Las pandemias no
nos van hacer nada”, declaró. Al día siguiente, el subsecretario de Prevención
y Promoción de la Salud salió en su defensa cuando una periodista cuestionó en
la mañanera su comportamiento del día anterior: “La fuerza del presidente es
moral, no es una fuerza de contagio”, sentenció para la historia.
El 17 de marzo, la Coparmex
solicitó que se convocara urgentemente a una reunión del Consejo de Salubridad
General (CSG), un órgano colegiado con rango constitucional, que depende
directamente del presidente de la República y fue diseñado específicamente para
lidiar con crisis sanitarias. Diversos analistas exigieron la adopción de
medidas más agresivas y una declaración de emergencia sanitaria.
La respuesta del gobierno federal
a estos llamados fue irresponsable y, de nuevo, tardía. El presidente siguió
asumiendo el mismo comportamiento de cercanía física con la gente en sus giras.
En la ciudad de Oaxaca transmitió un mensaje minimizando otra vez la gravedad
de la pandemia e invitando a la gente a salir a comer a fondas y restaurantes
para así fortalecer la economía popular. La organización Human Rights
Watchcondenó públicamente su comportamiento. Fue hasta la tercera semana de
marzo que las autoridades de salud convocaron una Jornada Nacional de Sana
Distancia y hasta la última semana de ese mismo mes fue que se hizo un llamado
a quedarse en casa: treinta días después de identificado el primer caso de
covid-19 en el país. El 31 de marzo se convocó por fin al CSG y ese día se hizo
también la declaratoria de emergencia sanitaria. Las responsabilidades
operativas, sin embargo, se delegaron a los estados, cuando los manuales de
manejo de epidemias indican que es necesario desarrollar una respuesta
unificada en el nivel nacional para coordinar la toma de decisiones. La falta
de un mando central efectivo y los desacuerdos con los estados han sido dos de
las características más notables de esta contingencia. El gobierno federal,
además, siguió ignorando los llamados de la OMS a utilizar masivamente las
pruebas para la identificación y aislamiento de los casos y sus contactos, a
las que se calificó de “desperdicio de tiempo, de esfuerzo y de recursos”. Las
autoridades de salud descartaron también el uso del cubrebocas como medida
adicional para controlar la transmisión de la infección. Todavía en junio, el
vocero de la pandemia afirmó: “Sigue sin existir evidencia científica de que su
uso generalizado realmente tenga un impacto positivo para reducir los
contagios”. Decenas de artículos científicos desmentían sus dichos.
La Jornada Nacional de Sana
Distancia concluyó el 29 de mayo. Ese mismo día se hizo un muy prematuro
llamado a la reapertura de actividades y al regreso a una “nueva normalidad”,
señal indiscutible de la subordinación del manejo de la pandemia a los
imperativos políticos. En contra de lo que habían hecho los países que ya
habían controlado la pandemia y lo que sugería la OMS, las autoridades
federales llamaron a retomar la vida productiva cuando el número de casos,
hospitalizaciones y muertes por covid-19 iba en aumento acelerado.
A finales de agosto todos los
números oficiales habían alcanzado niveles alarmantes: 600 000 casos y 64 000
decesos por covid-19. Esa cifra de muertes la había utilizado el 4 de junio el
subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud como propio de un
“escenario catastrófico”. Pero la Secretaría de Salud ha descartado modificar
la estrategia de combate a la pandemia e insiste en defender su supuesta
efectividad. El 26 de agosto el presidente llegó al extremo de calificar como
“logro” de su administración el control de la pandemia. “Hemos llegado a la
catástrofe y nuestras autoridades, obcecadas y vanidosas, no son capaces de
admitir un solo error”, escribió en Reforma Jorge Volpi.
Como agravante adicional, la
pandemia se produjo en pleno proceso de desmantelamiento del sistema de salud
de México, después de cinco años de descenso continuo del presupuesto de la
Secretaría de Salud, seguidos de la desaparición del Seguro Popular a partir de
enero de 2020.1 En una tétrica coincidencia, el Instituto de Salud para el
Bienestar (Insabi) hizo su desastroso debut justo en el momento en que se
anunciaba al mundo el surgimiento del nuevo coronavirus. Este instituto, que
recentralizó la prestación de servicios de primer y segundo nivel para la
población sin seguridad social en veinte entidades federativas, nació sin
diagnóstico y sin diseño y arrancó sin reglas de operación. Como director
general se nombró a un funcionario carente de experiencia en la operación de
servicios de salud.
A ello se suma la impericia
gerencial de la actual administración federal que, a casi dos años de haber
entrado en funciones, no ha sido ni siquiera capaz de establecer un mecanismo
mínimamente confiable de compra y distribución de medicamentos e insumos para
la salud, lo que se ha reflejado, entre muchas otras cosas, en un preocupante
desabasto de vacunas y medicamentos oncológicos. Si queremos una imagen
numérica del retroceso respecto al llamado periodo “neoliberal”, baste apuntar
a la epidemia paralela de sarampión, una enfermedad altamente contagiosa que
había sido controlada gracias a los avances del Programa Universal de
Vacunación instaurado en ese periodo. Mientras el covid-19 ha acaparado la
atención, nuestro país ha registrado, en lo que va de 2020, 172 casos de
sarampión, casi el mismo número que los acumulados a lo largo de los veinte
años previos.
Las deficiencias afectan todos
los aspectos de la operación del sistema de salud. Para atender la demanda de
servicios vinculada a la pandemia, las autoridades federales de salud lanzaron,
a finales de marzo, un plan de reconversión hospitalaria mal concebido y
ejecutado. Los hospitales públicos, la mayoría carentes de personal
especializado, equipo básico de protección para los trabajadores de la salud,
medicamentos y otros insumos —producto todo ello de los recientes recortes
presupuestales, la torpeza administrativa y la tardía respuesta a la pandemia—,
no han podido atender de manera efectiva la demanda de servicios asociados a
covid-19 y han tenido que posponer la atención de los pacientes con otras
morbilidades, lo que ha dado lugar a un exceso de mortalidad por otras causas
que todavía está por cuantificarse. Un artículo publicado por The New York
Times el 10 de agosto documentó el temor que sienten los mexicanos a atenderse
en hospitales públicos, cuya calidad se ha deteriorado notablemente en los
últimos meses, a pesar de los heroicos esfuerzos de los trabajadores de la
salud. De hecho, la mortalidad de los pacientes con covid es tres veces mayor
en los hospitales del IMSS (44.6 %) que en los hospitales privados (15.7 %).
Además, la gran cantidad de muertes que se han producido en el hogar como
resultado, entre otras cosas, de este temor, no se están incorporando a los informes
oficiales. Esto explica en parte el alto nivel de subregistro de decesos por
covid-19 que hay en México. De acuerdo con Mario Romero Zavala y Laurianne
Despeghel, que han hecho estudios sobre el exceso de mortalidad en 2020, la
cifra de muertes por esta causa podría ser hasta cuatro veces superior a la
reportada por la Secretaría de Salud.
A la desaparición del Seguro
Popular y el incompetente manejo de la pandemia se sumaron los recortes a la
estructura de la Secretaría de Salud y la reubicación de diversas agencias
autónomas dentro de las áreas centrales de este ministerio. Destacan en este
sentido la reciente desaparición de la Subsecretaría de Integración y
Desarrollo (SSID), la incorporación de la Comisión Federal de Protección contra
Riesgos Sanitarios (Cofepris) a la Subsecretaría de Prevención y Promoción de
la Salud (SPPS) y la posible reubicación del Consejo de Salubridad General
(CSG) dentro del Insabi.
La decisión de recentralizar los servicios de salud para la población sin seguridad social mediante la creación del Insabi ha debilitado las tareas de rectoría, que incluyen el diseño del sistema, la planeación estratégica, la regulación de la atención a la salud, la regulación sanitaria y la evaluación del desempeño. Ésta es la actividad medular de un ministerio nacional de salud. El debilitamiento se debe al hecho de que los funcionarios de la Secretaría de Salud federal están ocupando la mayor parte de su tiempo en la operación de los servicios de salud de primer y segundo nivel de las entidades federativas, que hasta 2019 era responsabilidad de los Servicios Estatales de Salud. Esto habrá de agudizarse con la reciente desaparición de la SSID. Las áreas de planeación, evaluación del desempeño y calidad, que habían sufrido importantes recortes presupuestales en los últimos cinco años, serán relegadas y algunas de ellas anuladas por completo. Gran parte del personal, que había hecho acopio de valiosas capacidades técnicas, será liquidado. La Secretaría de Salud se concentrará de manera creciente en la prestación directa de servicios médicos y de salud pública, pero estas dos tareas se desempeñarán de manera reactiva y sin el apoyo de un sólido aparato de inteligencia. Esto empobrecerá notablemente el desempeño del sistema de salud, lo que se reflejará en el diseño de propuestas estratégicas, la calidad y seguridad de la atención a la salud, y la rendición de cuentas. Más de tres décadas de inversión en el desarrollo del capital intelectual de la Secretaría de Salud están en riesgo de perderse en un ominoso salto para atrás a los tiempos de la vieja Secretaría de Salubridad y Asistencia.
Un síntoma de tal retroceso es la
reubicación de la Cofepris en la SPSS, con dos riesgos básicos, su
burocratización y su desprofesionalización. El sector salud es uno de los
ámbitos de mayor intensidad regulatoria. Se estima que los sectores de la
economía que regula la Cofepris representan no menos del 10 % del PIB. Para
proteger la salud y promover la actividad económica es necesario vigilar y
controlar los riesgos ambientales y laborales; garantizar la inocuidad de los
alimentos, bebidas y servicios, incluyendo la publicidad, y certificar la
seguridad y eficacia de los medicamentos, vacunas, equipos médicos y otros
insumos para la salud. Estas actividades regulatorias también se han vuelto
críticas para el comercio internacional, debido al creciente uso de las
barreras no arancelarias —la mayoría de las cuales son de naturaleza sanitaria—
para adquirir ventajas competitivas. Para llevar a cabo estas complejas funciones
de manera efectiva se requieren agencias autónomas y técnicamente
especializadas. En todos los países de la OCDE, la regulación de la salud está
en manos de cuerpos independientes del ministerio de salud nacional. Por estas
razones, en 1983, el secretario Guillermo Soberón transformó la obsoleta
Dirección General de Control de Alimentos, Bebidas y Medicamentos en una
Subsecretaría de Regulación Sanitaria. Este proceso de modernización culminó en
2001 con la creación de la Cofepris, que se estableció como un órgano
desconcentrado de la Secretaría de Salud con autonomía técnica, administrativa
y operativa.
La degradación administrativa de
la Cofepris supone un regreso a los años setenta del siglo pasado, la pérdida
de la necesaria independencia de esta agencia y su probable
desprofesionalización. Ahora las decisiones en materia de regulación estarán
sujetas a una lógica política, como sucedía en los tiempos del partido de
Estado y como sucede con la pandemia actual. Los cuadros de esta agencia técnica
serán sustituidos, como ha pasado en otras áreas, por funcionarios
ideológicamente afines a este gobierno, pero carentes de las habilidades
profesionales y la experiencia necesarias. El menosprecio de la actividad
regulatoria, tan propio de los regímenes neoliberales, debilitará el control de
riesgos, entorpecerá el acceso a todo tipo de insumos para la salud y
contribuirá a ahuyentar aún más la inversión productiva.
Finalmente está la amenaza de
reubicar el CSG en el Insabi. Este consejo es un órgano con poderes
cuasilegislativos cuya función principal es coordinar las acciones del gobierno
en casos de amenazas críticas a la salud de la población. La intención del
Congreso Constituyente con su creación fue proteger los derechos individuales y
garantizar, al mismo tiempo, una acción eficiente en situaciones de crisis
sanitarias. Si las decisiones se dejaban sólo en manos del Ejecutivo, se corría
el riesgo de que éste abusara de las crisis para suspender caprichosamente las
garantías individuales. Si se dejaban únicamente en manos del Congreso, se
corría el riesgo de que la respuesta a las crisis fuera tardía. Fue así como se
creó este órgano intermedio que tiene la facultad de restringir temporalmente
las garantías individuales ante una emergencia sanitaria. Su incorporación a
una dependencia de la Secretaría de Salud rompería este fino equilibrio en
favor del Ejecutivo —muy posiblemente la intención de la actual administración—
y debilitaría la toma de decisiones colegiadas que caracteriza al Consejo, tan
útil no sólo en casos de crisis sanitarias sino también en asuntos que
requieren de la deliberación de diversos actores, como la definición del Cuadro
Básico de Medicamentos del Sector Público. Su reubicación, sin embargo, será
difícil, pues exige de enmiendas constitucionales que requieren del voto de dos
terceras partes del Congreso.
Habrá quien piense que esta
restructuración es producto de profundas reflexiones que buscan concretar una
visión estratégica ambiciosa. Pero no es así. Las autoridades de salud del
actual gobierno no cuentan con las capacidades para desarrollar un proyecto
estratégico y están más bien respondiendo como pueden a pugnas internas y a la
exigencia de recortar áreas para liberar los recursos que requiere el puñado de
proyectos prioritarios del presidente de la República. El resultado final es
una Secretaría de Salud disminuida, rebasada por la pandemia y por la
responsabilidad de coordinar la prestación directa de servicios personales de
salud para la población sin seguridad social en por lo menos veinte entidades
federativas, debilitada en su capacidad rectora y en conflicto continuo con
diversas secretarías estatales de salud. Abundan las señales que indican que la
actual administración de dicha secretaría no podrá cumplir con sus obligaciones
y que, a menos que se enmiende el rumbo, éste será un sexenio de franco
retroceso para la salud.
Para evitar que dicho retroceso
se extienda al orden democrático, es crucial que los ciudadanos, la comunidad
científica y los medios de comunicación pidan cuentas a las autoridades de
salud. Se les requerirá que expliquen las causas de los inadmisibles
subregistros de casos y decesos por covid-19, y que respondan por los miles de
muertes evitables que produjo el retraso en la respuesta inicial a la pandemia
y las que está produciendo la defectuosa respuesta en curso. Se les exigirá
asimismo que justifiquen la desaparición del Seguro Popular y su Fondo de
Protección contra Gastos Catastróficos, los incomprensibles recortes recientes
a la estructura de la Secretaría de Salud y la pérdida de la autonomía de
agencias como la Cofepris. En ese proceso, sería recomendable que se exigiera
también la cancelación de los cambios destructivos a la Ley General de Salud
que dieron origen al Insabi. El objetivo de esta medida no sería restablecer el
Seguro Popular, sino caminar hacia la construcción de un sistema universal de
salud parecido al de Canadá, el Reino Unido y los países escandinavos, como lo
propuso el propio presidente al inicio de su mandato. Esto implicaría
incrementar el gasto en salud por lo menos al nivel promedio de los países de
América Latina (7.5 % del PIB), crear un Fondo Universal de Salud —que
permitiría ofrecerles a todos los mexicanos un mismo paquete de servicios de
salud integrales y de alta calidad con protección financiera—, garantizar la
prestación plural y descentralizada de los servicios de salud y reconstruir
nuestro debilitado sistema de vigilancia y control epidemiológico para proteger
como se debe a la población mexicana en la próxima pandemia.
***
Julio Frenk
Rector de la Universidad de Miami
y exsecretario de Salud de México (2000–2006).
Octavio Gómez Dantés
Investigador del Instituto
Nacional de Salud Pública de México.
1 El proyecto de presupuesto 2021
enviado al Congreso contempla un presupuesto para la Secretaría de Salud (ramo
12) de 145 415 millones de pesos, superior en 12 000 millones de pesos al
presupuesto 2020 (133 246 millones de pesos). Sin embargo, a este presupuesto
se le están agregando recursos “reciclados” del desmantelado Fondo de
Protección contra Gastos Catastróficos, componente del Seguro Popular que solía
financiar la atención de padecimientos como el cáncer, cuya cobertura ha
disminuido. Tales recursos se acumularon durante administraciones anteriores y
por lo tanto no deben contabilizarse como asignaciones adicionales. Su monto
podría ascender hasta 33 000 millones de pesos. En ese caso, la asignación real
de esta administración a la salud en 2021 sería de aproximadamente 112 415
millones de pesos, que representaría una reducción de casi 16 % respecto del
presupuesto de 2020, y esto sin contar el efecto de la inflación. Ello
significa que el presupuesto para la Secretaría de Salud se estaría reduciendo
por sexto año consecutivo.
Fuente: https://www.nexos.com.mx/?p=50282
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