Por Jorge Luis Montiel.
Nací en una época preñada de
provincianismo. Los años sesenta y mediados de los 70 marcaron profundamente mi
forma de pensar. La nostalgia del pasado nunca me abandonará.
Antes en cada pueblo o villa
había un cine, incluso, nos visitaban los cines ambulantes a los cuales les
decíamos “los húngaros” eran familias trashumantes que viajaban por diversas
regiones del país.
Entre las unidades en las que
viajaban “los húngaros” o “gitanos” había un “troque” muy grande donde estaban
instalados los aparatos de proyección de aquellos celuloides en blanco y negro
de la época de oro del cine mexicano, luego vendrían las películas de color
pálido.
Estas familias viajaban por los
pueblos y los camiones les servían de vivienda, donde cargaban desde los
proyectores hasta las carpas, era un encanto verlos llegar e instalarse en lo baldíos.
Este tipo de espectáculos los
tenemos que dimensionar por el contexto histórico en que se dieron, era una
época en que la mayoría de los hogares no contaba con aparatos de televisión.
Si consideramos que la tv inicia transmisiones en los años 50, aún no se masificaba, fenómeno que se esparció
a partir de los años 70.
Bueno, la historia es que formo
parte de una generación que encontró en los cines de pueblos lugares ideales
para la diversión. Es decir, acudir los domingos a la matiné era obligado. La plebada
nos vestíamos con nuestras mejores chiras y nos embarrábamos el pelo con
vaselina o brillantina y los que ya estábamos en la edad de la tentación
pasábamos agradables ratos en las refresquerías y “chocomilerías” que estaban, por
lo común a un lado de los cines del pueblo.
Esa generación del cine y
apasionados del celuloide aún están vigentes, encanecida pero ahí seguimos en
la angustia del retiro. Sin embargo, convivimos con una generación que al igual
que nosotros en otro tiempo, son (somos)
“víctimas de la modernidad”. Es decir, así como la generación de “Don Susanito
Peñafiel y Somellera” crecida y compartida a fines del siglo XIX y la primera
mitad del siglo XX cuestionó a los revoltosos de los 60, hoy nos toca ser
testigos de “el beso de la muerte” llamado modernidad, si me permiten una cita
de Marshall Berman: “la modernidad es la unidad paradójica de la desunión, es
un remolino de desintegración, renovación perpetua, conflicto y contradicción” (Nexos
89, 8 de mayo de 1985)
Los invitados extraños que
nosotros parimos es la generación del internet, la de las redes sociales, la
chamacada del Facebook que en trozos de terribles y transgresores “posteos”
tunden el teclado de sus dispositivos móviles, las tablet y las lap top valiéndoles
un soberano pepino la ortografía, es una etapa de la modernidad que despide
irreverentemente, poco a poco y con mucho dolor a la generación que nacimos y
crecimos románticamente en aquel provinciano mundo del blanco y negro.
La policromía de lo moderno es agudamente
bochornosa. Consumistas de una modernidad inmediatista, la dulzura de los
largometrajes que nos hacían aguantar hasta dos películas los domingos en la
matiné, es sustituida por el flashazo de los videos de 1 o 2 o hasta tres minutos
del Youtube, la hueva visual de una generación que no disfruta del cine.
Ese es el tema, soy parte de una
generación apasionada del buen cine. Sin embargo, ya no acudo a las salas
modernas a mirar las películas con mis respectivas palomitas y el aniquilante insulínico de la Coca-Cola. No
es difícil adivinar por la modernidad que vivimos, que estos descomunales espacios desaparecerán
irremediablemente, así como dejaron de existir los cines de carpa y lona de “los
húngaros”.
“El remolino de la desintegración
moderna” nos ha instalado en la personalísima
vida de la privacidad. Nos hemos vuelto profundamente egoístas y ahora disfruto
del cine, solo, cual cavernícola encuevado esperando, asomándome como idiota
por la “Windows Live” o mejor dicho por la “Windows Movie Maker”. Los mercaderes
de películas abren una multiplicidad de ventanas para que podamos disfrutar de
una buena cinta plasmática.
Disfruto los fines de semana
recorriendo, cual empachado de alegría, la gran cantidad de alternativas que la
red de internet me ofrece para pepenar una buena película, a veces algunas de
reciente estreno.
Tiempo quisiera para ver más
películas. Estoy convencido que los films son libros que se abren en imágenes
en movimientos. Tardo demasiado porque me lleva tiempo leer las fichas técnicas.
Los que gustamos de surfear en la enorme ola de información documentamos la
ignorancia antes de mirar la película.
En este emocionante viaje de la
soledad del universo fílmico tengo la fortuna de que me acompaña mi hijo, se
acostumbró desde los años 80 que en casa había una video desde que surgieron
los formatos VHS (Video Home System), la renta de películas era costumbre
obligada y desde niño compartió mi afición por el buen cine, la buena película.
Hoy acudo a la nostalgia del
tiempo. Los fines de semana de matiné aún viven en la cueva del salvaje que se
niega a morir. Ya no me embadurno de vaselina o brillantina. Extraño las
permanencias voluntarias, la algarabía de aquella confitería de pubertosos
chamacos que en la refresquería del cine acariciamos los primeros amores. Nada
es para siempre. Los fantasmas de “los húngaros” fueron exorcizados, la
modernidad los ha triturado en el remolino del tiempo (H.F)©
Yo, el villano de mi propia película.
Banner principal del promocional de mi película de todos los días.
El inmortal Joaquín Pardavé, "Don Susanito", toda una época.
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