jueves, 28 de noviembre de 2019

“No te hagas pendejo solo”



Por Jorge Luis Montiel

Corría el año de 1990, impartía clases en algunos grupos de segundo y tercer grado de la Preparatoria Guasave Diurna de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Todos los días me trasladaba en camión a trabajar desde la Ciudad de Juan José Ríos a la cabecera municipal. Eran los tiempos en que aún se permitía fumar dentro de los camiones de pasajeros. El fumador sólo bajaba la ventanilla, si acaso tuviera la ocurrencia de hacerlo, y se ponía a fumar. Nadie decía nada, lo mirábamos normal, la suciedad llega a mirarse como “normal” en una sociedad cochina. Bueno, pues yo era uno de esos fumadores. Fumaba donde se me pegaba la gana, era tal mi adicción a la nicotina que consumía al menos dos cajetillas de cigarros al día. No concebía dormir en la obsesión de dejar de fumar. Acostado y fumando hasta que el cansancio me doblegaba. Supe de casos de fumadores que con la colilla encendida quemaron los tendidos de sus camas al quedarse dormidos con el cigarro en la boca. Yo, era uno de esos. Igual en esos tiempos era normal observar a los docentes en el aula fumando al impartir clases. Debo de confesarles que para mí no había mayor placer que absorber enormes bocanadas de humo y exhalarlas, valiéndome madre quien se encontrara a mi lado. Casi nadie se animaba a increpar al maldito fumador, la tolerancia era tan aberrante que los que me rodeaban se tragaban mi humo, eran fumadores pasivos y no lo sabían. Los fumadores vamos por la vida deseando dejar de fumar. Sabemos, quizás no a ciencia cierta, del grave daño que le hacemos a los pulmones, los tuyos y los ajenos. No hay fumador que no quiera dejar de fumar. Bien, como les decía al principio, cada mañana salía a trabajar a dar clases a la preparatoria en Guasave. En ese plantel conocí a un Psicólogo, Carlos Amador, un tipo muy carismático que se encargaba de dar pláticas de superación personal a los alumnos. Era tanta su fama de excelente “lava cocos” que, incluso gente de fuera acudía a la escuela a solicitar sus servicios. Y así sucedió la anécdota. Todas las mañanas así como amanecía fumando, me decía a mí mismo: “Ya no voy a fumar”. En el extremo de mi ridiculez, agarraba la cajetilla y la arrojaba lejos, claro, tan lejos donde yo pudiera volver a alcanzarla. Pues sucedió que una mañana de esas que fumaba con placer y muchas culpas, en el trayecto a mi trabajo me acorde de Carlos y reflexioné: “Voy a ver a Carlos para que me ayude a dejar de fumar”. En el camino se me cruzaron muchas alternativas cómodas, por ejemplo, me imaginé que Carlos me iba a decir: “Mira, Montiel, este día de las dos cajetillas que te fumas, pues ahora sólo fúmate una”. Y así me iba acomodando el subconsciente y me imaginaba que Carlos me diría: “Montiel, te recomiendo que te compres unos chicles de nicotina que venden en las farmacias o unas pastillas de dulce con sabor a tabaco para que de esa forma vayas dejando de fumar”. Era tanta y tan fuerte mi autoterapia que cuando llegue al plantel y al estar frente a la puerta del consultorio de Carlos iba convencido de que el facultativo me consentiría para ayudarme y sacarme lentamente, pero muy despacito de mi placentero vicio. ¡TOC! ¡TOC! … hicieron mis nudillos en la puerta del consultorio, escuché una voz desde dentro que dijo ¡PASE!...al entrar ahí estaba Carlos del otro lado de su escritorio con su postura psicoanalítica muy convincente. Con una sonrisa y el apretón de manos me saludó. No hay que olvidar que los dos éramos docentes del mismo plantel. “¿Qué se le ofrece maestro?” Me dijo. “Siéntese por favor”, me pidió y procedí a sentarme con una apestosa sonrisa llena de nicotina. Y le dije, “oye, Carlos, quiero que me ayudes a dejar de fumar”. Se me quedó mirando y en silencio, escudriñando en mi semblante cosas que sólo los psicólogos deben entender. Dijo, sentado en su sillón del aquel lado del escritorio: “Muy bien Montiel, así que tú quieres que te ayude a dejar de fumar”. “Si”, le dije como un idiota que no tiene otra cosa que decir. Carlos, meneó la cabeza en sentido afirmativo y sin dejar de mirarme fijamente se levantó de su sillón y caminó alrededor del escritorio hasta quedar detrás de mí y, puso las dos manos sobre mis hombros y acercó su rostro a mi oído. Estaba paralizado, no sabía que pensar, ni de fumar me acordaba. Pues bien, el persuasivo profesional de la psicología, hijo de Sigmund Freud, me dijo con voz engolada muy cerca de mi orejota: “MONTIEL, SI QUIERES DE VERDAD DEJAR DE FUMAR, YA NO TE HAGAS PENDEJO SOLO”. Por educación no reaccione violentamente y lo miré con ojos de nicótico embrutecido. Carlos sólo atinó a decirme, “la consulta ha terminado” y me señaló la salida. La voz de aquel profesional de la psicología aún logro escucharla y difícilmente voy a olvidarla. ¿Dejé de fumar al salir del consultorio? NO. Pero aprendí a no andarme haciendo pendejo solo. El pasado mes de octubre cumplí 17 años que dejé de fumar, otro fue el motivo que determinó que dejara el vicio que acabó por aniquilar mi salud, soy asmático. La crisis de la falta de oxígeno en los pulmones es, a veces, incapacitante. Quienes me miran transitar por el pueblo ni se imaginan que yo, al igual que muchos, somos rastrojos humanos de nuestros vicios. No quise dejar pasar la oportunidad de contarles mi historia de vida. Hoy vivo consciente del daño que me ocasioné y el que hice a los demás al no respetar su derecho a respirar aire limpio. No extraño al cigarro. Por último, decirles que si alguien quiere de verdad dejar de fumar, como me dijo Carlos, “YA NO SE HAGAN PENDEJOS SOLOS”. #La300

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